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La llorona

Esto acontece en el mes de noviembre del 2002. El frío era más intenso y las calles estaban más silenciosas y obscuras de lo normal, y una intensa lluvia acababa de caer en la ciudad. Hugo vivía con su esposa y su pequeño hijo de tres años por el rumbo del Jardín de Guadalupe.

¿Alguien ha visto a mis hijos? ¿Mis hijos? ¿Dónde están mis hijos?
—¡Ah, caray!, ¿Y eso?, una mujer buscando a sus hijos en la noche, ha de andar bien borracha, mejor me voy a mi casa.

Hugo llegó a su domicilio, caminaba despacio por un pasillo largo y obscuro. Entró a un viejo baño para lavarse el rostro antes de dormir.

¿Tú has visto a mis hijos?

Hugo gritó de espanto: ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

Al voltear la vista, vio reflejado en el espejo del baño la silueta de una mujer.

—¿Qué pasa Hugo? ¿Qué tienes? ¿Por qué tanto escándalo?
—Adela, te juro que una mujer en el baño me hablaba y me decía cosas al oído.
—¡Eso quisieras!, ¿Dónde estabas?
—¡Te lo juro que sí!
—Sí, sí, ándale, ya vámonos a dormir.

—¿Alguien ha visto a mis hijos? ¿¡Mis hijos!?

Hugo sintió de nueva cuenta congelantes escalofríos.

—¡Adela!
—¿Qué? ¿Qué es eso?
¿Alguien ha visto a mis hijos?
—No me querías creer, pero te lo juro que yo vi a esa mujer. Pero te lo juro.
—Ay, sabes que, yo creo que ya me contagiaste de tus mugres nervios. Ha de ser alguien que no tiene que hacer, mejor ve a ver al niño, no sea que se haya despertado con el relajito.

Entró a oscuras a la habitación de su hijo. A tientas se acercó a su cama para tocarlo, pero este no estaba ya. Sólo quedaban las sábanas extrañamente mojadas.

—¡Adela!, ¿el niño está allá contigo?, porque no lo encuentro por ningún lado.

¿Tú eres uno de mis hijos? ¡Ven! ¡Ven, conmigo! ¡Tú eres uno de mis hijos! ¡Ven!...

Los padres se llenaron de terror al escuchar estás palabras, su hijo no estaba por ningún lado. Pero al parecer, aquella aparición de terror, lo había encontrado antes que ellos.

—¡Suéltame! ¡Tú no eres mi mamá! Le voy a decir a mi papá, ¡Suéltame!, ¡Déjame!
Tú eres uno de mis hijos, ven…
—¡Hugo, corre a ver donde está el niño!
—¡Está en los lavaderos!

Cuando el padre del niño subió las escaleras vio como su hijo era abrazado por aquella aparición femenina, vestida de blanco, con la piel más blanca que su túnica, sus labios morados y sus ojos negros sin brillo, con una mirada triste, pero a la vez terrorífica.

¡Jajajaja!

—¡Nooooooooooooo! 

Ella lo tomó de los cabellos y lo hundió de cabeza en la pileta del lavadero.
v¡Sueltamm! ¡No! ¡No! ¡No!
Ja, ja, ja, ja, ja
—¡Noooooo! ¡Mi hijo nooo!
Hugo quiso acercarse para rescatar a su hijo, pero de la obscuridad salieron dos perros negros bravos, llenos de rabia que le impedían el paso hacia esa mujer para salvar a su hijo.
—¡Nooo! ¡Mi hijo! ¡Deja a mi hijo, por favor! ¡Por Dios, te lo pido!

Al decir estas palabras, como por un milagro, los perros salieron despavoridos. La mujer desapareció en la oscuridad y así Hugo pudo acercarse hasta su hijo.

—¡Noo!, ¡Mi hijo!, ¡Mi hijo!

Pero demasiado tarde, el niño había muerto ahogado. No son extrañas las muertes de los niños en estas circunstancias. ¿No crees que esta historia que acabas de escuchar tenga algo de cierto? Tal vez esto sea la explicación a esas muertes que a diario leemos en los periódicos amarillistas de niños que mueren extrañamente ahogados.