Cada día desde aquel fatídico día de difuntos, cuando el sol comenzaba su implacable descenso dando paso a las tinieblas, cogía las llaves de mi automóvil y me acercaba al viejo cementerio de la ciudad.
Al llegar, una enorme verja de hierro me daba la bienvenida repleta de motivos macabros, de seres que ni la imaginación del mejor autor del horror podría describir. Iniciaba así mis paseos nocturnos por aquellos caminos estrechos y desvencijados cubiertos a ambos lados de lápidas de todas las formas imaginables. Algunas de ellas eran acompañadas de las más fúnebres y grotescas figuras: Ángeles que lloraban a su inquilino, lobos aterradores que cuidaban con sus enormes fauces que aquel suelo santo no fuera nunca profanado, demonios que parecían celebrar la muerte del desdichado cadáver que en las profundidades de aquella tumba probablemente no era más que suave polvo en un ataúd de madera corrompida. Y así muchas más estatuas y cenotafios me acompañaban en cada paseo, cada noche en el viejo cementerio de la ciudad.
Que tranquilidad se respiraba en aquel tétrico lugar, sin duda, la paz más grande de este mundo se encontraba en aquel viejo camposanto.
Mis preocupaciones desaparecían de un plumazo al cruzar aquella verja y no volvían a mí hasta dejar atrás aquel magno osario coronado de esbeltos cipreses. Es curioso, pero en todas las caminatas que he disfrutado entre marmóreas tumbas, nunca me encontré con nadie o debería decir más concretamente con casi nadie… porque ahora te voy a revelar mi gran secreto y debes prometerme que a nadie lo desvelarás jamás, ¿Estamos de acuerdo?
Bien, acércate, aquí es donde conocí a la que ahora es mi compañera, mi musa, mi amor verdadero. Desde aquel día no me separo de ella ni un instante y lo compartimos absolutamente todo. Y lo mejor es que a ella también le encanta pasear por el viejo cementerio de la ciudad. No hay almas más felices sobre la faz de la tierra.
¿Quieres saber cómo la conocí? Claro, te lo explico en un momento y luego acabamos con lo que hemos venido a hacer.
Andaba yo paseando una noche por la parte más antigua del cementerio, seguro que la has visto, la que tiene las tumbas cubiertas de musgo y lápidas medio caídas, sí, veo en tus ojos que sabes a la que me refiero. Bien, continúo.
Pues deambulaba yo por allí acariciado por la luna, cuando vi unas extrañas sombras moverse por las paredes del decrépito panteón. Me extrañó al principio, pero al pensar que habría allí alguien más… se me heló la sangre. Cuando recuperé el aliento, decidí acercarme al panteón y averiguar cual era el origen de aquellas sombras funestas. Pensé que sería algún animal despistado y el miedo que sentí ya se había apaciguado quizás por mi acostumbre aquellos lugares extraños y tétricos.
Asomé la cabeza por la entrada al decrepito edificio mortuorio y observe que la pequeña verja de metal oxidada estaba entreabierta. Baje los escasos escalones que daban al interior y retirando la verja de mi camino… entré.
En el interior varias esquelas labradas en la roca adornaban las paredes y por antiguas eran absolutamente ilegibles. Por un pequeño ventanuco en la parte superior penetraba en aquel momento un haz de fría luz proveniente de la amenazadora luna llena. Quede absorto unos instantes ante la belleza del espectáculo, entre las caprichosas sombras, de huesos y crespones, allí estaba ella.
Era una mujer preciosa. Lucía un elegante vestido de noche de negro terciopelo y bastante ajustado remarcando sus maravillosas curvas. Su pelo era largo y oscuro como la muerte, sus ojos eran negros como el azabache, su sonrisa iluminaba con su gracia aquel pútrido lugar de muerte y reposo eterno. El flechazo, como te puedes imaginar, fue instantáneo. Nos fundimos en un apasionado beso que desemboco en una noche de lujuria y frenesí como jamás había experimentado en mi vida. Le susurre mis deseos de pasar el resto de mi vida con ella, y pedía a Dios que no me separase de ella jamás. Ella me dijo:
— ¿Lo dices en serio?
Yo le grite que haría lo que fuera por no separarme de ella. Entonces me dedico la mejor de sus sonrisas y comenzó a besarme de nuevo. Dios que sumamente carnosos eran aquellos labios, me beso por el rostro bajando poco a poco hacía el cuello.
— Sea tu voluntad amor mío.
Después de aquella frase un dolor agudo que en cuestión de segundo se convirtió en el placer más extraordinario que un hombre haya sentido jamás por su amada. Sentí como ella penetraba en mí interior recorriendo todo mi cuerpo y alma, abrasándolo de puro amor. Creo que perdí el sentido durante unos segundos pero al volver en mí y verla allí a mi lado me sentí dichoso y supe que nunca más pasearía solo por las tinieblas del viejo cementerio.
Desde aquella noche hemos permanecido juntos y así estaremos para toda la eternidad.
Por tu cara parece que no te ha gustado la historia, que poco corazón tenéis los humanos de hoy en día ¡mírala! ¡Ahí viene! ¿No es preciosa?
No hombre... no te pongas a llorar... tampoco es para tanto... en unos segundos todo habrá pasado... no te asustes por los colmillos... relájate... Tu primero mi amor...
Escrito por Antonio Reverte Lucena
Narrado por Jordi Armisén