La torre de Londres era un enorme y colosal patíbulo. En húmedas mazmorras aguardaban la muerte reos de todas las clases y abolengos, incluso una reina: Ana Bolena.
Injustamente condenada a morir, el rey Enrique VIII en un acto de clemencia, dejó a su elección la forma del ajusticiamiento. El clamor popular a favor de la hermosa reina, exigía piedad. Su delicado y noble cuello no podía descansar sobre el mismo tarugo de roble donde bellacos y asesinos encontraban su fin. Los sanguinarios verdugos ingleses no eran dignos de tan regio condenado. Se eligió la muerte a espada, técnica reservada a la elite del vil oficio.
La fama del verdugo de Calais traspasó las fronteras de Francia y sobre él recayó el alto honor. Era portador de una descomunal y afilada espada, provista de un curioso mecanismo de contrapesos en su empuñadura. Dicho artilugio le permitía blandir el pesado metal con soltura, precisión y contundencia; Nobles y reyes habían sucumbido bajo su preciso corte.
Ana Bolena aguardó en su celda la llegada del maestro ejecutor. Suplicó rapidez y misericordia y quiso comprobar ella misma el filo de la espada. Ante el enorme y pesado instrumento quedó complacida, entregándose a sus plegarias.
La mañana de la ejecución, era fría y cubierta de un cielo áspero y gris. El enorme patíbulo dispuesto en la torre norte, aguardaba a su majestad. Todo era silencio en la plaza abarrotada. Solo los íntimos de la reina, estaban presentes para animarla en sus últimos momentos. El verdugo oficial del reino, Mr. Griffith, supervisaba el proceso junto a las autoridades penitenciarias y religiosas. El enorme Verdugo de Calais esperaba acompañado de su sequito, ataviado con la funesta capucha y una larga capa negra a conjunto, cubriéndole por completo.
Ni los cuervos perdían detalle desde las almenas, cuando de repente, apareció la reina, altiva, seguida de sollozantes doncellas. Subió solemne la escalera del cadalso y saludó con una graciosa reverencia a los asistentes. Alzó la mirada hacia el gigantesco verdugo y sin disimulo le alargó una talega de terciopelo, abarrotada de valiosas monedas.
—Tomad Verdugo de Calais, cumplid vuestra misión…no os daré mucho trabajo… tengo el cuello muy fino
El verdugo en genuflexión rindiendo tributo, repuso:
—Asi soit Majesté
Una doncella temblorosa le recogió los cabellos a la reina. El encapuchado le indicó que le bajase el vestido hasta dejar los hombros completamente descubiertos.
Una vez retirada la doncella, Ana Bolena, ante el tajo de roble, declaró:
—Pueblo de Inglaterra: libre de pecado me arrodillo y a nadie acuso de mi muerte. La ley me ha condenado. Si es justo… sólo Dios y el Rey lo saben
Y miró a su ejecutor en señal de asentimiento. Este, solicitó a su ayudante la maléfica espada.
—Graçon!!!.. Mon eppe!!
Ana Bolena giró la cabeza y miró en dirección contraria al verdugo donde el ayudante desenfundaba la espada solicitada.
En ese instante y sin mediar palabra, el verdugo extrajo la espada verdadera oculta bajo su capa y de un rápido y certero corte separó limpiamente la cabeza del tronco. Un fino roció sanguinolento salpicó a los presentes. Nada sufrió la reina, ni tan siquiera la angustia previa al corte, despistada con el truco de la falsa espada.
Nunca se supo la identidad de aquel refinado y tenebroso verdugo de Calais.
Escrito por Jordi Armisén