La oscura mancha se escurrió bajo la puerta avanzando lentamente como una impávida sombra que vaga libremente sin la esclavitud de su amo.
El demonio del sueño rondaba en mi habitáculo, mas esta vez, no me había dejado vencer.
La noche se precipitaba encima nuestro mientras de aquella mordaz sombra amorfa comenzaba a emerger una silueta.
Un gato. Negro y grotesco como tal. Morbosamente deforme. Pero era innegable que aquella sombra había transmutado su silueta para emular aquel repugnante gato.
Sus ojos asimétricos me observaban fijamente. Parecían casi ojos humanos, o por lo menos irradiaban un atisbo de humanidad tras su horrenda deformidad. Negros y profundos como tal.
Parecían esconder tras de sí, una sabiduría absoluta. Su sombría anatomía era diminuta, en contraste con su presencia que no era menos que abrumadora.
Absorto por la soberanía que inspiraba aquella malévola visita nocturna, me vi obligado a arrodillarme para reverenciar su absoluto poder.
Aquel… ente, no podría llamarlo de otra manera, se acercó hacia mí y comenzó a regurgitar hasta vaciar completamente su estómago. El fluido era mayormente rojo carmesí, tornábase morado y verduzco también. Viscoso y fétido como cualquier fluido corporal descompuesto.
Mi alegría se acrecentó cuando me permitió alimentarme del producto de sus fauces. Repugnante y obsceno como tal. El dolor y la angustia menguaban a medida que mi estómago se retorcía al probar bocado tras cinco días de abstinencia obligada.
Finalmente mi hambre se vio saciada. Alcé la mirada hacia mi benefactor. Aquel ser que aún me miraba fijamente abrió su boca y proclamó con determinación:
— No te dejare morir
Mis oídos ingenuos no daban fe de aquellas palabras. Ese ente… Ese ser que aparenta encarnar la maldad pura me concede el mayor de los regalos al librarme de la muerte.
Aturdido por aquella repuesta pregunte:
— ¿Por qué?, dímelo tú señor de las sombras, ¿Acaso te has apiadado de mi alma y deseas evitar mi andar en el valle de la muerte? Responde que eso es lo que suplico.
El silencio… La nada repicaba haciendo eco en mis oídos. Aquel extraño gato no apartaba su inquietante mirada de mí.
El engendro intentaba escudriñar cada recoveco de mi alma ultrajada.
— Señor —dije— tú, mi oscuro visitante nocturno, ¿Acaso eres un enviado del averno que desea obtener mi alma? Responde que es lo que suplico.
Y el ser me repitió con soberbia aquella infame frase:
— No te dejare morir
Mi corazón se aceleraba. El espacio en mi celda se contraía. Esa frase que al principio sonábase alentadora, se volcaba en el dictamen de una sentencia implacable.
— Señor —le suplique— ¿Eres tu quien ha escapado del reino de las criaturas de la noche o has sido enviado por los dioses para ser el guardián de mi enajenado cuerpo? Aplaca mis dudas y muéstrame tu rostro para reverenciarte si así lo deseas, te lo agradeceré ferviente, yo te lo suplico.
El engendro comenzó a desfigurarse.
Abríase su boca mientras se comía a sí mismo hasta transformarse en una masa palpitante que pronto adoptaba una nueva forma. Una figura sombría y grotesca como tal. Una forma incluso más repugnante que la anterior emergía del engendro.
Su cuerpo era el de un cuervo… No, una urraca. Pero su rostro era el de una mujer. El engendro se había convertido en una arpía.
Mi mente se idiotizaba por aquel acto, no podía hacer más que paralizar mi cuerpo dejándolo a merced de la bestia.
Sus ojos mal formados tornábanse más macabros que antes. En su mirada no había nada más que maldad y odio puros.
— No te dejare vivir — profirió el pajarraco.
Esas palabras me afectaban aún más que las anteriores. Mi mente no alcanzaba a vislumbrar lo que la bestia quería de mí. De todas las formas que pudo haber tomado, adquirió la más inquietante.
Aterrador como tal. Su voz milenaria se alzó para exigirme sus demandas:
— Bríndame mi tributo.
Sublevado por aquel ser, no tenía opción más que obedecer.
Lleve mi mano a un costado y luego de desgarrar y levantar mi piel tome una de mis costillas derechas para ofrecérsela a mi inusual invitado.
Gustoso acepto mi ofrenda.
— Arpía —grite exasperado—, seas mensajero del mal o de la noche ¿Qué deseas?, ¿Por qué me has visitado esta noche?, dime la verdad ¿Me liberaras o me esclavizaras aún más? Respóndeme que yo te lo suplico.
Y la arpía guardo silencio…
— Arpía, seas ángel o demonio, te ruego que tranquilices mi alma perturbada aclarando mis dudas, ¡Dímelo!, ¡¿Quién eres y que deseas?! Responde, te lo suplico.
La arpía comenzó a engullirse a sí misma formando nuevamente aquella masa palpitante. Mi ser clamaba por esclarecer mis dudas. Mi mente comenzó a rozar la locura a medida que aquella masa tornábase a su nueva forma.
Era yo.
El engendro mutaba nuevamente para transformarse en mí. No dejaba de ser deforme y grotesco como tal. Era claramente una versión corrompida de mí mismo.
— Jamás te abandonaré — afirmó la bestia con absoluta seguridad.
Me estremecí totalmente al escuchar aquella aberración. Cuando antes anhelaba una compañía cualquiera, ahora deseaba nuevamente mi soledad.
— Yo soy tu Némesis — me aclaro con soberbia.
Fue entonces cuando lo comprendí. La bestia no me dejaría vivir ni morir. No me abandonará. Torturará y atormentará mi cuerpo, mente y alma hasta que ya no quede nada de ellos. Hasta que los días se agoten y se cumpla la eternidad.
La bestia se postró ante mí y yo me alimenté de él hasta que mi hambre se hubo saciado. Por hoy ha desaparecido. Pero regresara al caer de nuevo la noche. El engendro visitara mi celda todas las noches.
La bestia será mi Némesis, mi castigo. Me alimentará con su cuerpo y el comerá del mío. Hasta que los días se agoten y se cumpla la eternidad.
Escrito por Nemesis
Narrado por Jordi Armisén